• 0 Items - $0
    • Sin productos en el carro de compras

Blog

1

He pasado por primera vez en mi vida un mes viviendo en la playa. No fue iniciativa mía, sino de mi mujer, a quien su sangre centroamericana le pide cercanía de la humedad del mar y los atardeceres con el sol gigante y brillante que cae sobre el mar y que nos hace rememorar la creencia antigua, que a veces corporalizamos inconscientes en la modernidad, de que cualquier forma de divinidad debe estar relacionada con el sol. Nos vinimos a vivir a Santa Teresa, el balneario en Costa Rica que promete calidad de vida. Ha sido un lugar que me ha permitido sanar a ritmos lentos. Bajar los decibeles de la ciudad (que en mi caso es Ciudad de México) que si nos descuidamos nos enferman y disocian de la naturaleza que siempre termina por reclamar su espacio y poder en nuestra cotidianeidad.  Pero también esta experiencia me ha hecho valorar el avance de infraestructura que nos abre a una conexión global jamás antes experimentada en la historia de la humanidad que nos impulsa hacia un futuro desconocido.

En mi caso el ritmo vertiginoso de las ciudades ha repercutido en mi salud, específicamente con dolores de estómago que no me dejan tranquilo por semanas, a veces meses, otras años, hasta que por momentos desaparecen y me hacen imaginar qué sería una vida sin dolor. Después de probar todo tipo de medicamentos, lo que me ha dado una forma de esperanza son aproximaciones como la emprendida el último mes: cambiar mi entorno para cambiar mi ritmo y posición en el mundo. El cuerpo no es un sistema cerrado que se va a sanar por sí solo. Necesita que lo posicionemos en otras relaciones y entornos, que sean capaces de compartir el espacio y tiempo con él y así afectar su ritmo. Debido a mi capacidad de abstracción exacerbada me ha costado hablar con mi cuerpo. Creía que lo hacía simplemente por mi formación y obsesión deportiva. Pero escuchar el cuerpo es más complejo que exigir y moverlo: requiere aceptar (de formas más intuitivas que intelectuales) que somos nosotros y no somos nosotros. El cuerpo no es un envase cerrado que define nuestra individualidad inmóvil. Su configuración se rev/bela más misteriosa e inasible. Se asemeja a un espejo de doble lado, que se refleja con una piel porosa por la que el mundo entra a nosotros y nosotros entramos al mundo, en él sucediendo un universo lleno de otros seres vivos y muertos que se relacionan con el universo exterior del que es parte, lleno a su vez de otros vivos y muertos. 

La calma que me entregó Santa Teresa tuvo sin embargo un costo muy claro: la desconexión con el mundo global. Mi trabajo involucra crear cotidianamente con personas de diferentes partes del mundo y la infraestructura del pueblo no era suficiente para soportar el crecimiento que ha atraído a personas de todo el mundo que caminan por la playa interminable de Santa Teresa mientras las olas del mar avanzan y retroceden de la orilla, que en mareas altas colinda con los árboles que separan la naturaleza de la civilización. La luz y el agua fueron cortadas por dos días completos y la mayor parte de los días hubo fallas en suministros básicos. La idea del nomadismo digital en medio de la naturaleza salvaje se me hizo ingenua. Quizá hasta equivocada.

Puede ser que esta sensación equívoca se debe a que la ambición moderna nos hace querer lo mejor de los dos mundos e integrarlo en uno solo en nuestra individualidad. Quizá el mundo salvaje no puede integrarse con el moderno y deben mantenerse completamente separados para mantener cada uno su utilidad y belleza. El sol entra por la ventana que está frente mío mientras escribo. Las hojas de los árboles se mueven con una brisa suave. Los monos aúllan y caminan sobre los árboles como todas las tardes de este mes. Se acerca la hora de terminar nuestro día de trabajo en el aire acondicionado que nos protege, porque no podemos ya entablar relaciones completamente salvajes con otras especies: nos destruirán siempre. Las barreras tecnológicas nos protegen pero también nos separan. 

Nadie se pierde el atardecer en Santa Teresa. Es el rito frente al mundo sin Dios en el que vivimos y que las iglesias (no importa de qué credo) no serán capaces de traer de vuelta jamás. El tiempo corre siempre hacia adelante. La historia y las instituciones antiguas mueren. Aunque Dios puede salvarse si lo dejamos libre y acabamos con la ilusión de interpretarlo. El mundo no es más que una novedad continua que navega en la oscuridad del universo. Somos una estrella más en proceso. El planeta y cada uno de nosotros. Todo el pueblo se agolpa en la playa a las cinco de la tarde y juntos esperamos el atardecer. Muchos a través de fotos con el sol detrás, otros observándolo en conversaciones, otros en silencio, tal cual fuera aún Ra. Seguimos buscando respuestas en el atardecer. Dios nos responde con un sonoro silencio que significa nuestra imaginación. Cortázar decía, creo que le oí una vez en una entrevista, que no hay atardecer que sea cien por ciento atardecer. O algo así. En él encontramos un rostro, una nostalgia de un pasado, una esperanza de un futuro, lo que lo hace más humano que el sol divino que imponente nos dice adiós.  

En el camino de regreso a nuestra última noche en Santa Teresa los grillos y otros insectos milenarios reclaman su espacio en el anochecer. Envueltos en la naturaleza oscura tomando la mano de mi mujer el dolor se aquieta, mi cuerpo se desinflama. El mundo quizá también. Mañana emprendemos nuestro regreso camino a la ciudad, donde mi dolor se encontrará con millones. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *