Cuando era más joven escribir desde los aeropuertos me parecía una forma de libertad que en mi hogar en el sur del mundo nunca podría alcanzar. En esta primera mitad del año me ha tocado cruzar el Atlántico tres veces (a lugares tan disímiles como Turku en Finlandia, Mykonos en Grecia, Milán en Italia) y residir en América Latina en los tres países que me cobijan hace años de manera permanente de una u otra manera: México, Chile, y Costa Rica. Cada uno de estos lugares me ha dejado un sabor agridulce. Una sensación de división, parecida a que nunca podré volver a ser un ser entero. Mi vida ya se ha desparramado por muchas personas, lugares y tiempos.
Era joven cuando me tomó el impulso visceral de salir lejos muy lejos de casa y explorar el mundo. Debo reconocer que con los años ese impulso ha decaído. Todo viajero termina por desfallecer de abrir caminos, porque al final no quería decir mucho más que eso: caminos, belleza, absurdo y sentido. No sé en qué orden. Los aeropuertos siguen siendo los mismos que los de mi juventud, pero su energía me parece de movimiento insonoro, obligado y de estandarización innecesaria más que un lugar donde se cruzan mágica e impredeciblemente las trayectorias de las personas que pisan sus suelos para luego volar por los aires. Puede ser que el cansancio se esté apoderando de mi cuerpo. Puede ser que el cinismo le gane a la esperanza. Puede ser que en el movimiento la rutina también se revele como un aspecto inescapable de la vida humana. Puede ser que el nomadismo pertenezca sólo a la juventud insaciable y desorientada que tanta orientación nos termina por entregar para que podamos experimentar la adultez.
Creo que envejecer se trata al menos en parte de asumir, con resignación y alegría, de que conocer todas las vidas y lugares es un acto imposible e ingenuo. Valorable sin duda. Nos hace experimentar y conocer en otros nuestros ojos y cuerpo. Nos invita a la humildad de presenciar tantas formas distintas de vivir. Sin embargo, como decía el escritor francés, Albert Camus, lo más sabio y valiente es profundizar en nuestra propia experiencia individual por la imposibilidad de vivir todas las experiencias. De lo contrario, cualquier camino nos lleva a la trampa de la modernidad: ser más observadores que protagonistas. La racionalidad de nuestra era nos lleva a presenciar sin estar presentes, a divisar nuestro cuerpo desde un arriba imaginario como si no fuera nuestro y ser su testigo. Es la principal discusión en que me entuerto con mis colegas académicos, los que muchas veces creen que pensar se trata de privilegiar la abstracción analítica y reducir la importancia de una forma de abstracción que contenga la visceralidad de nuestra piel que nos conecta con nuestro entorno.
No hay adioses en los aeropuertos.
No hay saludos.
No hay felicidad ni tristeza.
Puede ser que sólo contengan nuestros caminos.